Ciudad de México, avión, Madrid, tren, Cádiz, flamenco, barco, Tánger.
45 minutos en ferri y solo 20 minutos más de datos europeos, se acabó. Dentro del barco hacemos una fila gigantesca para pasar uno por uno al lento escritorio donde nos sellan el pasaporte. Familias enormes. Por dentro ese ferri se quedó congelado en 1995. Gabinetes de colores pastel, muchos idiomas, nada en español. ¿Eres mexicano? ¿Me compras unos cigarros? Mal café, buen jugo de naranja.
Sentado junto a una diminuta ventana ovalada veo la costa española hundirse junto con la cobertura. 20 minutos más y llegamos. El nuevo puerto de Tánger es similar a esos intentos arquitectónicos modernos que hacemos en México para que al llegar los extranjeros no sientan que están entrando al infierno. Sí pero no. Tánger es como si Tepito tuviera puerto, un hormiguero, un laberinto lleno de accidentes sonoros casi poéticos, secretos en árabe, miradas y niños corriendo, un bar de marineros, ¡hermano!, 12 gramos de hachís, mal hachís, SIM en francés y/o árabe, 50 euros, ya he estado aquí, primera vez perdido en África.